Mi nombre es Alfred Hitchcock | Crítica

Buen estudio visual sobre "Hitch" dañado por una gracieta

Una imagen de 'Mi nombre es Alfred Hitchcock'.

Una imagen de 'Mi nombre es Alfred Hitchcock'.

Hay, al menos, cuatro Hitchcock: la persona que nació en Londres en 1899 y murió en Los Ángeles en 1980, cuya vida privada jamás fue noticia; el personaje que él, como el hábil publicista que era, creó para publicitar sus películas, incluso rompiendo el primer mandamiento de la verosimilitud al aparecer en ellas o presentando con bromas macabras su serial televisivo; el director que entre 1925 y 1976 dirigió, primero en Londres hasta 1939 y después en Hollywood desde 1940, unas obras maestras esenciales en la evolución de la creación cinematográfica; y el creador exhaustivamente estudiado por una legión de críticos e historiadores que han pretendido con mayor o menor éxito unir la persona, el personaje y el cineasta en una única realidad en la que el análisis de las imágenes, las situaciones y los personajes diera una visión única que permitiera comprender su cine a partir de su personalidad y descubrir su personalidad a través de sus películas. Porque era evidente, a partir de los primeros ensayos que se le dedicaron entre 1957 y 1968, que en sus películas había algo más que habilidad, algo más que oficio, algo más que entretenimiento basado en el manejo de los resortes del suspense. Un estilo tan poderoso, tan depurado, no podía flotar sobre el vacío, en una completa desconexión entre el hombre y el creador.

El punto de giro esencial lo ofreció Donald Spoto con su díptico El arte de Alfred Hitchcoch (1976) y sobre todo Alfred Hitchcock. La cara oculta del genio (1983). Entonces se comprendió ya del todo que sus películas eran, entre otras muchas cosas, no caigamos en reducciones psicoanalíticas, la extroversión de sus obsesiones, una forma de mostrarse y de confesarse en público. Vértigo ganó una dimensión más conmovedoramente humana que cuando se supo que, tras retirarse Grace Kelly del cine, Hitchcock hacía con sus actrices lo mismo que Scottie hacía con Judy para transformarla en Madeleine. No se trata de incurrir en el tópico de la joroba de Kierkegaard, que pretendía explicar el pensamiento del filósofo a partir de su deformidad. La vida privada y la psicología de Hitchcock serían irrelevantes si sus películas no fueran, de alguna manera, autobiográficas en la representación de sus obsesiones y si su poderoso estilo, la perfección absoluta de su gélida, minuciosa y tantas veces maravillosamente antinatural composición, no fueran en parte el mecanismo que le permitía desnudarse en público sin que nadie lo viera y actuar como un voyeur (La ventana indiscreta, el agujero en la pared, oculto por una reproducción de Susana y los viejos, a través del que Perkins espía a Janet Leigh).

Desde los pioneros de Rohmer y Chabrol (1957), Bogdanovich (1963), Truffaut (1966) y Sarris (1968) hasta Lo bello y lo siniestro (1982) y Vértigo y pasión (1998) de Trías, muchos son los ensayos dedicados a Hitchcock. Y junto a ellos documentales (Yo soy Alfred Hitchcock, 78/52: La escena que cambió el cine, Hitchcock/Truffaut) y un largometraje de ficción (Hitchcock, basada en The making of Psycho). El cineasta y escritor Mark Cousins, autor de la interesante serie La historia del cine. Una odisea suma este ensayo audiovisual que disecciona integralmente la obra de Hitchcock, porque no solo se ocupa de sus obras más estimadas o conocidas, con la inteligente perspectiva de seccionarla temáticamente -huida, deseo, soledad, tiempo, plenitud, altura- buscando la correspondencia entre las imágenes, los alardes técnico-expresivos y las obsesiones, tan poderosas en él, que además de su pasión por crear formas, le impulsaron para llevar el relato del cine de ficción comercial tan lejos como los más radicales y personales autores no comerciales lo hayan hecho, combinando el juego con los espectadores que lo convirtió en el popular "mago del suspense" con una forma hasta desesperada de expresar ante la audiencia sus reprimidos (no tanto hacia el final de su carrera) apetitos y deseos.

Como todo, inspiración y técnica, artesanía y creación, juego y confesión, engaño y verdad, se combina en la obra de Hitchcock está contado por Cousins con pormenorizada pedagogía. Un gustazo para que se recreen quienes conocen su obra y una buena iniciación para quienes la desconozcan (aunque quizás por ello desaprovechen la ocasión no yendo a verla).

Un gustazo para que se recreen quienes conocen su obra y una buena iniciación para quienes la desconozcan

Solo dos reproches le hago, pero uno de ellos es grave: intercalar imágenes creadas por Cousins y sobre todo el recurso supuestamente ingenioso y presuntamente juguetón de hacer hablar a Hitchcock a través del showman y actor Alistair McGowan, que imita perfectamente la conocida voz del director. Una de esas "ideas brillantes" de medianoche que deben desecharse por la mañana porque hace derivar la película del documental a la docuficción, creando un personaje ficticio. Porque quien habla es Cousins, no Hitchcock (otra cosa es que se hubiera limitado a sus muchas entrevistas grabadas, la primera la de Truffaut) y la voz es la de McGowan, no la del director. El guía se ha tomado demasiadas libertades.

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