España entre dos gobiernos

El pacto entre el PSOE y Sumar refleja un proyecto que no será porque la amnistía lo desdibujará y marcará la próxima legislatura

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez  y la líder de Sumar y vicepresidenta segunda del Gobierno y ministra de Trabajo, Yolanda Díaz

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez y la líder de Sumar y vicepresidenta segunda del Gobierno y ministra de Trabajo, Yolanda Díaz / Eduardo Parra / EP

En España se observa la posibilidad de dos gobiernos que se solapan y suplantan. Uno es el que le gustaría a Pedro Sánchez y Yolanda Díaz, ratificado esta semana en un pacto entre PSOE y Sumar. Ese Gobierno está basado en las políticas sociales, la ampliación de los derechos laborales, la igualdad, un pacto fiscal que seguirá sacando dinero de la caja de los bancos y las eléctricas y que mantendrá una apuesta decidida por la vivienda, la sanidad pública y las políticas de sostenibilidad. Lo que viene siendo un Gobierno clásico de izquierdas, con los matices que quieran. Pero reconocible en sus principios y sólido y coherente en su construcción ideológica. Un Ejecutivo que sigue la senda de los cuatro años anteriores, que debería ser capaz de pactar con los adversarios políticos algunas de estas políticas –o al menos intentarlo– y que dejaría a los votantes de los partidos que lo integran con la certeza de que su voto se ve reflejado en las prioridades políticas establecidas para la legislatura.

El pequeño problema es que ese Gobierno no es posible sin la suma de los siete votos de Junts y los siete de ERC. Para alcanzar la mayoría que permita a los partidos progresistas plasmar en el BOE lo que hoy figura en el pacto progresista de legislatura deben pagar el diezmo político a dos partidos que derivan esas políticas de progreso a la tercera fila de sus prioridades y que lo hacen ignorando incluso el abandono paulatino de muchos de sus seguidores de las posturas maximalistas respecto a la independencia y la triada mágica: amnistía, referéndum y nación. Ignoran a los mismos ciudadanos que hoy están más preocupados por las materias por las que apuesta ese Gobierno de progreso que por la independencia. Este Gobierno no será exactamente así porque le faltan apoyos.

El segundo Gobierno

El segundo Gobierno que se superpone será, si hay acuerdo con Junts y ERC, paradójica y lastimosamente –suponemos que también para los presumibles progresistas firmantes del mismo– un Gobierno que llevará plomo en las alas desde su primer vuelo. Vendrá marcado por la asunción de las exigencias independentistas, especialmente de la amnistía, una suerte de cizaña que ya ha emponzoñado la preinvestidura y que amenaza con convertir los próximos años en un permanente y concertado ataque de los partidos de derecha y ultraderecha contra todo lo que se mueva y en todos los frentes.

Será un Gobierno que amenaza con dejar a buena parte del cuerpo electoral de izquierdas entre el enfado por una decisión que no han votado porque nadie les ofreció la opción de la amnistía en el menú electoral sino lo contrario y la frustración por la aplicación de una medida que no comparten. No es exactamente una decisión inevitable que sea ampliamente aceptada a cambio del alivio de evitar a Vox en el Gobierno. Si hay un acuerdo que pase por Waterloo las políticas de izquierda palidecerán frente al empuje de la polémica por la amnistía y sus derivadas en la agenda mediática, política y social. Es menos conveniente, menos deseado y menos progresista, sí. Pero es más probable el segundo que el primer Gobierno.

Impulso social y "políticas de convivencia"

El eje tractor del primer Gobierno sería el del impulso social. Este segundo es el de "las políticas de convivencia" o la "superación de las consecuencias judiciales" del llamado problema catalán.

El primer Gobierno –que será nonato– tendría que superar en cualquier caso otros escollos no menos importantes para la ejecución de su agenda social, una materia que deposita la mayoría de competencias en manos de las comunidades autónomas, doce de las cuales gobierna el PP o el PP y Vox. Tendría que superar el filtro de un Senado férreamente controlado por Feijóo, que ya ha hecho una primera demostración de poder en la cámara alta con la convocatoria de la comisión de las comunidades autónomas. Y, a la vez, debería sortear dificultades internas con los socios de legislatura: con cinco diputados de un Podemos demediado a punto de perder el poder institucional pero que es la oposición interna de Sumar, y a los que todo les parecerá insuficiente y torpedearán todo lo que puedan. Aunque los de Belarra y Montero tienen que medir bien lo que hacen porque andan justitos de fuerza y de credibilidad, no deja de ser curioso cómo actúa Yolanda Díaz: sigue desenvolviéndose como si esos cinco diputados no existieran ni a efectos del discurso de investidura de Feijóo ni en la negociación del pacto con los socialistas, según dicen los podemitas, y puede que ni en la cuota de ministros que le corresponda. Los ignora Díaz, que vive en un recíproco odio bien incubado con sus socios de Podemos, como si estos no pudieran llegar a escindirse y votar en el sentido contrario de la coalición. Para hallar argumentos justificativos solo tienen que esquinar más cualquier propuesta pidiendo lo imposible hasta la ribera en la que se ahoga cualquier avance. Perderán subvenciones y espacio, sí, pero pueden tumbar, si no la investidura, la acción legislativa. En ese gobierno tendría también el PSOE que fajarse con PNV y Junts, muy cercanos a las patronales territoriales y, por lo tanto, en contra o condicionando mucho el impulso de las medidas laborales. Y sobre todo, vigilantes y refractarios a cualquier ley que menoscabe sus competencias. De hecho, el verbo comodín de la comparecencia de Sánchez y Díaz –sin permitir preguntas, una decisión que enturbia cualquier comparecencia política– fue "impulsar". Más impulso que compromisos, como clara demostración de la asunción de las dificultades. El primer Gobierno, el que no será, aun así y como se ve, no lo iba a tener fácil. Pero eso daría igual. Porque esas dificultades se circunscribirían al ámbito de la política con mayúsculas, destinada a reducir o eliminar las diferencias mediante la transacción, a debatir sobre el progreso y a mantener un nivel institucional que la autoprestigia.

Cuatro años –o no– muy empinados

Pero vamos directos hacia otro tipo de legislatura y de Gobierno. Cuatro años –si el palo mayor no se quiebra antes– en los que la política española será una prórroga de los cuatro anteriores. La clave de bóveda es si el PSOE consigue un acuerdo de legislatura o solo de investidura. La primera opción garantizaría un camino por un duro pedregal; el segundo, fuego y cenizas. La amnistía tomará en todo caso el relevo de los indultos y abrirá el camino para que se eleve el tono y se disparen los epítetos. Con decisiones constitucionales pendientes, un poder judicial que difícilmente será renovado prorrogando la anomalía; y un poder político y mediático muy adverso, en las tribunas parlamentarias, en las de papel y en las calles. Al presidente le hará falta algo más que resiliencia y baraka.

Normalizar por amnistía

Todo podría incluso merecer el empeño si quedara tan claro como se afanan en afirmar que la amnistía es la vía para la normalización de la institucionalidad y la política catalana y no solo el fielato por el que pasar para lograr la investidura. La normalización más importante que se ha producido estos años ha sido la victoria de un partido no independentista en las tres últimas elecciones. El PSC ha ganado las autonómicas, las municipales y las legislativas en Cataluña. Y esto coincide con los datos del CIS catalán: hartazgo de los votantes indepes de unos líderes y un proyecto sin salida y retorno a las preocupaciones cotidianas: la precariedad laboral, el empleo, la sanidad, la inseguridad ciudadana, el acceso a la vivienda o las políticas sociales. Tampoco es fácil establecer una relación directa entre los indultos y el viraje de las posiciones y preocupaciones de los catalanes. Sin duda fue un bálsamo –siempre lo es cualquier tipo de perdón o de olvido– pero sus efectos taumatúrgicos son relativos y limitados. Sumar todo un cúmulo de explicaciones y coyunturas en la misma casilla es hacer las cuentas de la vieja. En cambio, el debate sobre la amnistía ha vuelto a poner el foco en unas propuestas –referéndum de autodeterminación y unilateralidad– que decían ya olvidadas por las políticas de apaciguamiento.

Y dos huevos duros

En plena competición interna por las esencias, los indepes están metiendo en el saco negociador lo que parecen los dos huevos duros de última hora. Junts se saca de la manga la penúltima exigencia: la devolución inmediata de los siete millones que los implicados en el procés tuvieron que aportar como fianza en sus procesos judiciales. Y al día siguiente ERC hacía su aportación: que la amnistía no asuma que el referéndum del 1-O fue delito. Es decir, más allá del perdón, la condonación o el olvido, reclaman incluso derogar de facto y retroactivamente el Código Penal en aquello que les atañe. Realmente es de interés público conocer qué documento va a pactar el PSOE con los independentistas. Nadie ha explicado nada aún. No hay eje narrativo: el relato lo han construido los contrarios. No hay luz alguna ni se ha preparado mínimamente el terreno de juego. Apostarlo todo a una obviedad apriorística –todo lo que se pacte estará dentro de la Constitución– no ayuda en nada. Y explicarlo todo de golpe y ya pactado es un núcleo irradiador de riesgos. España no se va a partir, no. Pero este lío puede ser de aúpa.

Dos gobiernos. Uno que no puede ser y otro que es probable que lo sea. El que pudo ser y no será porque no es aritméticamente posible aún siendo políticamente deseable. Y el que será pero que no es el que querrían que fuera muchos votantes de izquierdas y casi todos los votantes de los demás partidos. La que dista entre uno y otro es la distancia abismal y envenenada que abren siete votos.

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