Alma (clara) de rescatadora

Si Beatriz González Calderón viviera en Madrid ya la tendríamos hasta en la sopa de las ‘celebritis’ talentosas

Según nos han contado mil veces no hay peor maldición contra el ego que el olvido. El anonimato como castigo a Prometeo. Si no la construcción completa, en la gran parte de los grandes monumentos hay una joya cuyo autor desconocemos, desde la catedral de León, cuyo autor ignoramos, a la Puerta de los Arcángeles de la de Valencia. Un castigo que se atribuye al rencor del demonio por una promesa no cumplida. La tentación de Fausto es tan humana que no extraña que el Maligno acuda a la soberbia de los mortales para conseguir sus planes. Excepto si eres mujer, visto lo visto, que tienes garantizado que tu nombre se borre. Al menos en tiempos pretéritos –aunque no tan pasados, no hay más que asomarse a los aquelarres académicos, cofrades o hasta científicos, puro campo de Emerson, según el famoso lapsus de Luis Landero– cuando el anonimato tenía nombre de mujer. Muy apasionadas y muy obstinadas hubieron de ser aquellas que a pesar de todo no se resignaron, que aceptaron el maltrato de su ego pero no renunciaron al placer, a veces dolor, de crear. Pocas memorias conmueven más que las que escribió la esposa de Buñuel, Jeanne Rucar, esa mujer sin piano, o la realidad de María Lejárraga oculta bajo Martínez Sierra. Ella al menos se dedicó a lo que más amaba, escribir, aunque la gloria se la llevara su marido. El caso de Fanny Mendelssohn y su hermano, el consagrado autor, nos llena de rabia retroactiva por un lado y de alegría del presente por otro. Buena hija, buena hermana, buena madre hubo de renunciar a la autoría de sus piezas (entre ellas unos maravillosos leader) instada por su amado hermano que, apreciándola, no veía conveniente que se distrajera de sus labores primordiales. No se trata de cogerle inquina al compositor, ni a Schumann ni a Mahler aunque su fuego ardiera gracias a la cenizas de Clara y de Alma, sino de celebrar obras y nombres rescatados gracias –sé de su modestia pero le toca apencar– a mujeres como Beatriz González Calderón y su trabajo a solas o con su orquesta de mujeres Almaclara. Si Beatriz –que parece tener el don de sacarle al día más de treinta horas– viviera en Madrid ya la tendríamos hasta en la sopa de las celebritis talentosas. Eso que se ahorra porque, aunque merece todos los reconocimientos, esta chelista, directora, investigadora musical no pierde el tiempo ni en quejas ni en coleccionar halagos. No había más que verla la semana pasada trayendo –con sus dineros y sus esfuerzos– a Sheila Hayman, directora del documental sobre su tatarabuela Fanny Mendelssohn y llenando el también rescatado Cine Cervantes de música con nombre de mujer. Esa es la sociedad civil, comentábamos después de pasar por taquilla, la que se arriesga y la que celebra, la que hace más que dice. La que pudiendo quejarse prefiere dedicarse al rescate y compartirlo. Y Narciso que siga mirándose al espejo.

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