En aquellos tiempos la mar andaba siempre endemoniada y no había puerto ni impedimento alguno que la contuviera, de modo que ir a pescar era jugarse la vida y para no perderla había que estar alerta por si alguna nube cambiaba el paso anunciando que el viento venía a complicar la faena sacudiendo la inmensa sábana azul que, amanecida en calma, se volvía revoltosa fácilmente con los arreones del aire; como ocurrió aquella vez que mi abuelo empezó rogando la protección de la Virgen Santísima del Carmen y acabó blasfemando contra todo dios cuando el repentino temporal mandó al San Antonio contra las lastras de la orilla que el penúltimo levante dejó desnuda sin un roalico de arena donde los costillares de su pequeño barco hubieran podido, tal vez, amortiguarse el golpe cosa que no fue posible, así que, El San Antonio se hizo añicos y allí se quedó a merced de lo uno, el zarandeo de las olas “hijas de la gran puta” -la lengua de mi abuelo no tuvo miramientos ante aquella adversidad fatídica-, y de lo otro, el descaro o la impiedad de los vecinos que aprovecharon la nocturnidad para proveerse de lo que pudiera servir, como leña para calentar el puchero con gañas y raspas recocidas como única sustancia disponible, o para afrontar el frío del largo invierno que se avecinaba; sólo se libró de la rapiña el nombre del barco que adornaba la proa: “San Antonio”; prueba fue de que los ladrones no eran unos malnacidos sin alma, y sabían el cariño que le tenía y la falta que le hacía su pequeño y airoso barquito; en la entrada de la casa, a la derecha, quedó depositado el trozo de madera sobre un resto del modesto arte con que pescaba, no hizo falta buscar otro sitio, había de sobra porque los diez hijos que tuvieron mi abuela Antonia y mi abuelo Andrés -hijas la mayoría- se habían casado unas o habían emigrado otros y eso era lo que más le dolía: un hijo en Barcelona, el Antonio, casado con Juana, La Piliblanca, y el Felipe, que soñaba con tener un traje completo y un sombrero para cada día de la semana y que, para conseguirlo se fue a América de donde nunca volvió; dijeron que tuvo la culpa el mal trato que les daba su padre cuando se copeaba y volvía a la casa arisco y gritador; los hijos sabían cómo los quería y necesitaba, y que lo que pasaba era que él no tenía a mano una manera mejor de pedirles que se quedaran porque sólo no podía allegar sustento para tantas bocas; de modo que, sin brazos que le ayudaran y sin medio de ganarse la vida, le vino mal humor ahora, ser pendenciero luego, o llorar a solas entre lo uno y lo otro y siempre cara a la mar por donde pudiera ser que volvieran los dos o, por lo menos, el americano que era su ojo derecho y el que con más cojones le ayudó a robar el material de derribo de la antigua fábrica de fundición con que fueron levantando la casita como un mirador para estar viendo la mar y para que la mar los estuviera viendo a ellos tanto de día como de noche; tan enfadadizo y espantapájaros se volvió que las hijas se reunieron en conciliábulo para buscarle una solución, al problema de su tristeza tan melancólica, y, al otro problema que consistía en echar abruptamente a los novios de sus hijas que pelaban la pava con ellas todos en la misma entrada-comedor de la casa sin suficiente distancia entre las parejas que apenas podían cuchichear en voz baja alguna picardía; en esas solían estar al atardecer cuatro o cinco hermanas con sus cuatro o cinco novios temiendo que el suegro no llegara en son de paz, lo cual tenía las mismas dos o tres consecuencias: 1, todos a la calle -¿adónde iban a ir las hijas ya a la anochecida?, 2, los novios fuera, o, 3, que se marchara el que sobraba; ese premio le tocaba siempre a mi padre; sí, era urgente buscarle un entretenimiento a mi abuelo no fuera a ser que les espantara del todo a los novios y alguna se quedara para vestir santos; al tanto de lo que pasaba con los novios de “las turreras”, el vecindario agradecía la risión que provocaban los arrebatos de Andrés, el Rapao -ese era el apodo de mi abuelo. “¡Una cabra!” -dijo mi madre, cansada de ser casi siempre la más perjudicada; “vamos a comprarle una cabra”; y antes de pensar si sería lo más conveniente para un desocupado pescador, que no pastor, la ocurrencia de Rosa sirvió para que las cinco hermanas casaderas soltaran una estereofónica carcajada.

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