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Cómo subir una escalera sin peldaños | Crítica

César Camarero presenta la obra más original de su carrera

Uno de los fotogramas de la obra

Uno de los fotogramas de la obra / Cristian Valero

Desde La jetée, el audaz e inspirador cortometraje que Chris Marker filmó en 1962, sabemos que el diaporama, entendiendo por tal la proyección de sucesivas fotos fijas, puede contar una historia con una fuerza expresiva que no tiene nada que envidiar a la imagen en movimiento. En Cómo subir una escalera sin peldaños, César Camarero lo utiliza combinado con una voz en off, un fragmento de vídeo y la música en directo de un sexteto para crear una intriga que parece salida de un noir de los años 50, en la que se reflexiona sobre el poder devastador de la imagen en nuestra sociedad y la auténtica naturaleza de lo real.

Ese encadenamiento de fotogramas permite acceder a la realidad tal cual la percibimos siempre, de manera fragmentada, discontinua. La voz del protagonista (Manolo Caro) nos va narrando el seguimiento de una mujer (Rocío de Frutos, que esta vez no canta) en la que se mezcla una vida rutinaria, aunque marcada por un terrible suceso en su adolescencia, con un misterio al que nunca se termina de tener por completo acceso. Camarero aplica con eficacia técnicas de suspense y recurre a los juegos especulares: espejo frente a espejo, fotógrafo fotografiado, perseguidor perseguido... hasta acabar propiciando que la realidad se solape con la ficción, al menos de dos formas: por un lado, al hacer que uno de los personajes de la historia (interpretado por él mismo) irrumpa en el teatro, irrupción que será también proyectada en escena con la misma técnica fragmentada (episodio muy bien resuelto técnicamente); por otro, con una historia real, la de Casimiro Feito y la entrevista que a principios de los 70 le costó una condena de cárcel a su padre, el conocido periodista, especializado en sucesos, Julio Camarero, a quien la obra está dedicada.

El mecanismo funciona, porque Camarero recurre hábilmente a las repeticiones para fijar la memoria del espectador y va dejando un reguero de pistas que se retroalimentan, aunque la ruptura dramática que provoca la aparición del vídeo (acaso demasiado largo) haga peligrar la coherencia narrativa de la obra.

¿Y la música? Camarero se sumerge casi en el mundo atmosférico del ambient, con una auténtica banda sonora por completo acústica, sin electrónica, en la que dominan, como tantas veces en su obra, las dinámicas leves, las armonías cargadas de tensión, los contrastes sutiles de texturas, aunque tampoco falten gestos retóricos que enfatizan las imágenes.

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