Toro | Crítica de Teatro / Danza

Personas, personajes y dualidades

Ángeles Rusó durante el estreno de su obra en el escenario de La Fundición

Ángeles Rusó durante el estreno de su obra en el escenario de La Fundición / www.cirae.es Melinda Nieto

En los momentos convulsos que vivimos, lo repetimos a menudo, hay poco que celebrar. De ahí tal vez la proliferación, junto al llamado teatro documental, del individualismo (a veces puro egocentrismo) que invade los escenarios.

En esta corriente, los y las artistas tratan de crearse un personaje a partir de su persona y de su propia historia. Personajes que los ayuden a expresar sus sentimientos, sus contradicciones y, en ocasiones, cuando el o la artista no está lo suficientemente maduro, su propia confusión.

Toro, en nuestra opinión, es un intento de expresar esa dualidad –el bien y el mal, en resumidas cuentas- que todos llevamos dentro y que Ángeles Rusó, artista multidisciplinar, ha decidido afrontar con su propia compañía, creada en 2022, después de mostrar su valía en recitales y obras ajenas, como la Clitemnestra de Coribante Producciones.

Tras Ego, su anterior pieza larga, Toro muestra su parte angelical –partiendo del nombre recibido- y la bestia salvaje, el toro que lleva dentro. Dos mundos que, al menos en la pieza, no consiguen un equilibrio formal.

Acompañada en la dirección por Isabel Vázquez y en los textos por David Montero, Rusó, vestida de blanco brillante, desarrolla en la primera parte un recital con la música en directo de Isaac Peña y algunos efectos electrónicos de La Novia Pagana.

De la hora que dura la función, casi 40 minutos son para este recital de canciones (con un conocido bolero entre ellas) que ella alarga y personaliza con su bonita voz, alternándolas con los típicos discursos dirigidos al público -“¿Cómo estáis?”; “Yo soy Ángeles, como mi abuela y mi tía…”- que no lograron por completo su complicidad.

Una parte que discurre lenta, casi tediosa, y cuyo único movimiento gira en torno a una especie de torre hecha de dos escaleras, con una pequeña plataforma en medio, que le sirve de prisión o de instrumento para ascender a su cielo o para caer en el círculo de arena que ella misma dibuja en el escenario.

Será en la segunda parte, pues, tras una saeta (“Cuánto me cuesta la cuesta”) cuando la artista cambie sus ropajes blancos por los negros y despliegue su faceta de actriz para expresar la bravura de ese toro-Rusó que nos había prometido.

Ahí los textos, siempre desde el yo, se disparan como surtidores, (“es mi guerra contra la guerra”) y su cuerpo de bailarina, que solo había apuntado algún remate por bulerías, se desborda y gira por el suelo de arena mientras la torre, ya derrumbada, sirve de instrumento de percusión a Peña.

El público, que había agotado las localidades, aplaudió con fuerza, pero la obra, en nuestra opinión, necesitaría algunos ajustes antes de echarla a volar. Que para eso están los estrenos.

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