Día del Libro

Los libros y los días

  • Desde su declaración oficial por la Unesco, como Día Mundial del Libro y del Derecho de Autor, la celebración, nacida en Barcelona, se ha extendido a muchas otras ciudades

San Jorge y el dragón.

San Jorge y el dragón. / Manuel Ortiz

Aunque entre nosotros se remonte a los años veinte del siglo pasado, el Día del Libro se consagró como celebración internacional a finales de los noventa, y es sabido que la elección del 23 de abril se hizo en homenaje a Cervantes, que en realidad murió el día anterior, y a la vez de Shakespeare, aunque en su caso la fecha corresponde al antiguo calendario juliano. Quien sí lo hizo ese día exacto, en el mismo año de 1616, fue el Inca Garcilaso, es decir el formidable autor de los Comentarios reales, con razón llamado el príncipe de los escritores en el Nuevo Mundo, cuya casa cordobesa de Montilla –donde residió por espacio de tres fecundas décadas– visitamos una vez en la inmejorable compañía de Fernando Iwasaki, gran devoto de su paisano por partida doble. Felizmente promovida por España, la iniciativa se sobrepone, en los vastos dominios de la cristiandad, a la festividad de San Jorge, patrón de la caballería y de naciones como Inglaterra, Portugal o Georgia, de decenas de ciudades europeas o americanas y de la antigua corona de Aragón, de donde su viejo ascendiente en Cataluña y en particular en su capital, que al menos de nombre ha fundido ambos cultos, el del santo y el del libro, en la misma jubilosa jornada.

Barcelona presume con razón de acoger en sus calles una convocatoria única

Al margen de la feria del ramo, que en Barcelona no existe como tal, aunque haya numerosas citas específicas, la celebración se ha extendido a otras muchas que sacan también, como suele decirse, los libros a la calle, a una escala más reducida y desde luego incomparable. Cualquiera que lo haya presenciado convendrá en que no hay nada parecido al espectáculo que ofrecen las Ramblas y aledaños en el día de Sant Jordi, una concentración verdaderamente masiva que permite a los editores y sobre todo a los libreros –para no hablar de los floristas– hacer una parte importantísima de la facturación del año. Es por días como este, pese a la deriva más bien desastrosa de la comunidad en el plano político, por lo que podemos seguir hablando de la ciudad mediterránea como referente internacional, a la altura de París y su alucinante red de librerías o en el ámbito hispanoamericano de Buenos Aires, donde la afición por los libros ha sobrevivido a las peores calamidades. Está además Madrid, pero el aire solemne e institucional de la entrega del Premio Cervantes, en Alcalá de Henares, o la nutrida programación de los distritos, no tienen ese carácter popular y multitudinario –los esfuerzos del sector se concentran allí en la posterior feria del libro– que ha hecho de Sant Jordi literalmente una fiesta, aunque este año se celebre en día laborable, cada vez más descentralizada o extendida a otros barrios de la ciudad, que presume con razón de acoger en sus calles una convocatoria única.

El gran espectáculo de la ciudad catalana escenifica lo mejor de su tradición ilustrada

No sólo por su menor tamaño, en otros lugares es impensable que cientos de miles de personas –un millón, de acuerdo con la estimación ritual para los grandes eventos– se concentren en torno a los libros, pero hay que conceder que hablamos, como se ha dicho, de un espectáculo, que tiene mucho de representación en la que la ciudad, con orgullosa liturgia, escenifica lo mejor de su tradición ilustrada, en una amplia diversidad que comprende el impulso de la Renaixença –base del fervor nacionalista y de la reivindicación del catalán como lengua de cultura– pero abarca a todos los estamentos de una sociedad urbana que sigue siendo, mal que les pese a los que la querrían unánime, heterogénea y plural, todavía centro mundial de la edición en lengua española. Puede que ese carácter masivo no sea una cualidad, aunque vistosa y favorable a los profesionales del libro, especialmente atractiva para los lectores no ocasionales, que acaso prefieran las dimensiones más modestas y transitables de la periferia provinciana, pero no es desdeñable esa imagen de calles atestadas por razones ajenas a la política o el deporte.

Los placeres y las enseñanzas de la lectura no discriminan entre sus beneficiarios

Luego, hay que recordar siempre que aquí o allí y en todas partes, cualquier día es bueno para celebrar a Cervantes, Shakespeare o el Inca, tan nuestro como el primero, a los otros que suelen citarse –Nabokov nació en la víspera y también por el calendario juliano– o a los predilectos de cada uno. Al contrario que otras actividades, bastante más dudosas, a las que se aplica la misma retórica biensonante, la lectura sí es una herramienta transformadora que sirve, como dicen los textos promocionales, para disminuir las desigualdades, en tanto que los placeres y las enseñanzas que procura no discriminan entre sus beneficiarios. Todo nos iría mejor si a lo largo del año, y no sólo en las ocasiones señaladas, los libros fueran inseparables de los días.

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