Dice Carlos Salas que este año me ha visto muy devoto de ellos. Que los miraba yo, bajo las fundas que llevan, y veía en mis ojos una emoción especial. Pero tienen ustedes que entenderme: los ha habido y los habrá, pero como los fantasmas de San Juan de la Palma el domingo de Laetare, pocos igual de bien plantados y escoltados, de puerta a puerta, con motivo de la mudá del Misterio del Desprecio, “el Herodes”, como lo llama mi Cayetano.

Tiene el paso de Cristo de mi cofradía un mistérico ritual cuando faltan catorce noches para la del Domingo de Ramos. Hay una revelación, diametralmente opuesta, a la que cantará Agustín Redondo el Viernes Santo: “Mirad… el trono del Herodes, donde estaba sentado el más malo del mundo”. Y responde el pueblo: “Vayamos a verlo”. Y renovando el ambiente de un lejano 1724, ya con tascas en la plaza y tertulias en los trancones, sale del almacén la parihuela con los fantasmas de la cohorte y la acusación, encapuchados como salen a la calle los que temen el juicio del populacho. Las cosas cambian muy poco y solo añoramos los chatos de vino, que dejaron de estilarse cuando Buzón se bebió el último sorbo de los pregones.

Van mandando los Villanueva y dejan descansar el paso sobre el mármol frío del templo. En la apretura de la faja, y los pliegues del costal, los hombres de abajo renuevan su compromiso con el Señor del Desprecio. Es verdad: hay alguno que otro en lo escondido del mundo costaleril, pero aquí los fantasmas van todos “en lo alto la mesa”, sobre la canastilla que se talló con un premio de la Lotería.

Todo tan genuino y tan propio, tan acendrado y tan consecuente, que esa mañana uno casi cree en los espíritus. Pero en los de San Juan de la Palma, que en su versión transdimensional le han dado más de un susto a José Luis Pueyo. La vida y la muerte, allí en el barrio de mi corazón, usan del blanco color del Desprecio, y hasta Herodes y sus fantasmas quieren ser nazarenos de la Amargura.

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