En estos últimos días de la cuaresma (todavía nos queda una semana), las casas de hermandad (anteayer almacenes, ayer centros de trabajo) conocen el desahogo del que vacía un piso para volverlo a amueblar, y le quita las cortinas y la casa parece que no la habitado nadie jamás. No hay trasiego de jóvenes, chicos y chicas (en el Cristo de Burgos también), cepillo en una mano y tarnichil en la otra, devolviendo su brillo a los enseres en esa Academia de la Lengua que es una priostía, porque allí el prioste “limpia, fija y da esplendor” a los enseres de la cofradía para ponerla en la calle.

Las vitrinas parecen crucigramas, y mientras permanecen algunos enseres en horizontal dando pistas, faltan las verticales banderas, y las varas y los ciriales que alcanzaron ya su efímera morada eclesial en el altar de insignias, que es el solucionario del pasatiempo de los priostes en la cuaresma. Las casas de hermandad parecen locales en liquidación, almonedas del barroco, porque allí se queda solamente lo que no da sentido al cortejo en la calle y de lo cual se puede prescindir para contarle a Sevilla lo que significa la institución que vive en aquel museo en mudanza permanente.

“Del salón en el ángulo oscuro, de su dueño tal vez olvidada, silenciosa y cubierta de polvo”, como la hubiera cantado Bécquer, la lata de limpiametales asiste muda al espectáculo que ha conseguido a base de reacción química, polvareda y trapos negros. Cinderella de las cofradías, el bote de tarnichil conoce bien los secretos y sinsabores, las horas y deshoras. Y dentro del ropero, envidia a sus hermanos de fábrica que, desde el escaparate de la droguería de calle San Pablo, ven pasar los palios de Triana refulgiendo como ascuas de luz. O sueña que un día, junto a las latas de refresco y los paquetes de pipas arrojados a las calles, mira pasar la cofradía a la que dio brillo en las manos de los niños de la hermandad, en el amor de sus priostes y camareras.

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