Marzo tiene una función cronológica anual: revolver los roperos de las casas, devolviendo a sus propietarios las prendas propias, simbólicas y funcionales, con las que nos vestimos para vivir la Semana Santa. El día que toca bajar las cosas del altillo, todos los hogares parecen una priostía en mitad del montaje del quinario. Cada uno dentro de la adscripción de género que le ha sido impuesta, o que ha elegido voluntariamente, toma de aquellos armarios los instrumentos de martirio que hacen de los días sacros oportunidad para mortificarse. Lo mismo sale un capirote, que un esparto, que unos zapatos de vestir que hay que estrenar, caiga quien caiga, o unos tacones, que son el complemento perfecto para el modelo elegido.

Los zapatos de tacón son los tiranos del vestuario semanasantero. Saetas caminantes, se van clavando a cada paso, y hacen de la espera y de la bulla la oportunidad perfecta para considerar por qué desconocida tentación se eligieron aquellos en la tienda y no otros más cómodos y menos hirientes. Toda una letanía de lamentaciones precede a la caminata, la acompaña en su extensión y la despide al descalzarse llegando a casa. Y los tacones tiranos –a los que Almodóvar habría dedicado también una cinta ochentera– regresan, cumplida su función, al hueco del vestidor que tienen como despacho, por cuya puerta, al pasar, recuerda quien los viste “el ratito malo” que provocan, echando la cuenta atrás para volver a vivirlo.

Hoy día, los tacones se eligen y no se imponen. La mujer tiene libertad para escoger otras vías y otras formas. Pero desde aquí mi reconocimiento a todas las que, para vivir su fiesta como saben y les gusta, eligen la hegemonía de unos tacones suficientemente altos, sobradamente incómodos, para que sean sus mejores y más fieles acompañantes. En la calle Córdoba aguardan, expuestos y ofrecidos a la clientela, mezclados con la sandalia y el mocasín, los tiranos de la primavera.

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