Antonio Brea

Divisionarios

La pasión rusófoba de estos líderes contemporáneos atrae el inevitable recuerdo del “Rusia es culpable”

Aunque el discutible honor de introducir a España en la OTAN corresponde a Leopoldo Calvo-Sotelo, fue Felipe González quien otorgó legitimidad plebiscitaria a este alineamiento internacional, por medio de un referéndum en el que los mismos que en 1981 se opusieron con ardor a la maniobra del presidente centrista, abogaron en 1986 por la permanencia en la Alianza Atlántica.

No han de extrañar por tanto los ejercicios de retórica belicista a cargo de socialistas como Margarita Robles o Josep Borrell, en la línea de buena parte de la clase política europea, que trata de convencer a la ciudadanía del peligro de una eventual agresión rusa, ante la que debemos armarnos y prepararnos. Si es necesario, mediante la restauración del servicio militar obligatorio en estados donde esta fórmula de defensa fue desechada, hace años, por anacrónica.

Para aquellos individuos críticos que se mantienen reacios frente a las actuales corrientes hegemónicas de pensamiento, no resulta fácil creer, sin embargo, que los dirigentes de una nación implicada en una guerra que se está mostrando incapaz de ganar, se vayan a aventurar en un conflicto a mayor escala, contra un conjunto de países cuya potencia global es muy superior a la de la indómita Ucrania.

La pasión rusófoba de estos líderes contemporáneos, ajena a la lógica del argumento anterior, atrae el inevitable recuerdo del enfático “Rusia es culpable”. Fue aquella la sentencia que el cuñado de Franco proclamara ante los enfervorecidos adeptos, como simbólico prólogo a la recluta de la División Española de Voluntarios, mucho más conocida por el nombre oficioso, pero rápidamente popularizado, de División Azul.

En la época vivida por nuestros padres y abuelos, fue “divisionario” un apelativo que dotó de una lúgubre aureola de prestigio a los supervivientes de una trágica epopeya en la que unos cinco mil compatriotas se dejaron la vida, en las tierras bañadas por las gélidas aguas del río Voljov y los lagos Ilmen y Ladoga. Más allá de controversias ideológicas sobre el espíritu que alumbró sus actuaciones, parece indudable que su sacrificio sirvió como coartada a la élite gobernante de aquel tiempo para consolidar la amistad con una Alemania en su máximo apogeo, sin comprometer la acertada posición de no beligerancia, gracias a la cual sorteamos sumirnos en una segunda catástrofe que pudiera haber sido aún más dañina que la propia Guerra Civil.

En un contexto diametralmente distinto al clima de cruzada contra el comunismo que inspiró a esta y otras unidades de voluntarios extranjeros enroladas en la Wehrmacht, para pelear en el cruento Frente del Este, hasta hace poco era difícilmente imaginable un escenario en el que combatientes hispanos se vieran nuevamente inmersos en un intercambio de proyectiles con hijos de Rusia. Por desgracia, ante la deriva presente de la política mundial, la perspectiva de una rediviva “división azul”, en el siglo XXI, empieza a perfilarse como algo bastante más real que una fantasía trasnochada.

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