Calle Rioja

Francisco Correal

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El escritor que viajó a Troya con Brad Pitt

Puesta de largo. Juan Gallego Benot presentó su libro ‘La ciudad sin imágenes’, un compendio de vivencias en tres de las ciudades en las que ha vivido: Sevilla, Londres y Madrid

Juan Gallego Benot, con Mercedes de Pablos en la taberna Ánima.

Juan Gallego Benot, con Mercedes de Pablos en la taberna Ánima. / D. S.

Le ha salido un libro delicioso. Se titula ‘La ciudad sin imágenes’ (La Caja Books / Bastadilla). Su autor, Juan Gallego Benot (Sevilla, 1997), se vio arropado por una nube de amigos, familiares y (son conceptos compatibles) lectores que lo habían sido o lo serían en cuanto leyeran las primeras líneas.

Es un escritor marcado por el número tres. Es el mayor de tres hermanos. ‘La ciudad sin imágenes’ es el tercero de sus libros, precedido por los de poesía ‘Oración en el huerto’ y ‘Las cañadas oscuras’. Y los siete capítulos de su obra transcurren entre tres ciudades: Sevilla, Madrid y Londres. Aunque el lector que entra en sus historias puede hacer trasbordos a Troya, Cartago y Roma.

Lo presentó Mercedes de Pablos en la Galería-Taberna Ánima de Peter Mair, el austriaco de la calle Miguel Cid que hoy estará concentrado en el duelo que mantienen los equipos de dos de esas tres ciudades, el Sevilla-Madrid. El triángulo lo cerrará el Arsenal de Londres, una ciudad que ha fascinado a GallegoBenot y de la que obtuvo buena nota cuando viajó a la capital inglesa con un propósito bien distinto, bucear en bibliotecas y archivos para estudiar los sermones protestantes del siglo XIV, parte nuclear de sus tesis doctoral titulada ‘Retórica religiosa y umbral de época en la Modernidad europea’.

Su editor revisó los materiales y aparcó la tesis. El libro de este jovencísimo autor es el epílogo del centenario del nacimiento de Italo Calvino, como consta en el texto que cierra el libro a modo de fe de imprenta. De Calvino se dice que “vivió en un puñado de ciudades y escribió de otras tantas”.

“La creación del paisaje urbano es también el anuncio de su destrucción”, escribe Juan Gallego Benot. Una presentación muy emotiva. El autor y la presentadora, en la galería central de la taberna; en la sala interior, su padre, Juan Gallego; en la más próxima a la puerta de la calle, su madre, Stella Benot. Y en el acto, una veintena de Benot directos o indirectos: el arquitecto Alfonso Benot, el egiptólogo y catedrático José Miguel Serrano…

La taberna se transformaba en galería cuando Mercedes de Pablos se detenía en los relatos que tienen como eje los cuadros de Turner o de los impresionistas que el autor conoció en sus visitas londinenses. Entre el Guadalquivir y el Támesis, un paseo por las aguas de Manzanares, ese río que ningunea Sánchez Ferlosio en ‘El Jarama’. El Madrid de la calle Menor donde veía pasar la vida, complemento en el callejero de la calle que dio título a la mítica película de Juan Antonio Bardem.

Es un libro de ida y vuelta “al que se puede volver. No es como las novelas, que las terminas y se acabó, no deja de ser una relación de consumo”. En el titulado ‘Diagnóstico’ literaturiza una rareza o patología que le lleva a confundir los rostros de sus familiares y los nombres de sus amigos. Se llama Prosopagnosia “y también la tiene Brad Pitt”. Pueden irse juntos a Troya y después viajar a Cartago en el Salambó de Flaubert.

La ciudad sin imágenes. El libro se presentó el mismo día que el arzobispo de Sevilla anunció la nómina de titulares de las hermandades que partciparían en la magna procesión que el año que viene clausurará el segundo encuentro de Hermandades y Religiosidad Popular. El libro de Juan Gallego Benot tiene sus imágenes, su particular espiritualidad. Una oración en el Metro de Londres, “Túneles de mi salvación, os encomiendo mi espíritu”, o la fascinación ante ‘El bautismo de Cristo’, de Piero della Francesca, contemplado en una galería londinense.

“Una señora abre los ojos. Los cierra. Son dos personas. Pueden ser quinientas en tan solo un segundo”. Recuerda esa referencia del psiquiatra (y novelista) Carlos Castilla del Pino a cada persona como “una fábrica de yoes”. En su estancia en Londres, ciudad a la que llevaron los pregones, hace un “viaje lingüístico” por las estaciones del Metro; parece una secuela del paisaje lingüístico que acuñó Lola Pons.

Un libro donde se mezclan las ruinas y los cimientos. Lo que fue y lo que será. El Monumento es un obelisco que la ciudad de Londres dedicó al milagroso incendio que pese a sus pavorosas dimensiones no provocó una sola víctima mortal. Una columna que, contraviniendo esa estadística tan favorable, es el escenario favorito de los suicidas.

De Italo Calvino a Romero Murube cuando la presentadora habla de los “abismos claros” que se dibujan en el libro. No terminó la tesis, pero este libro es un ensayo sobre arte y modernidad. Uno viaja siempre con los que ya no están pero le enseñaron a mirar lo que ve; con lo que ya no existe, pero se ancló en la memoria. No sólo en las categorías del arte convencional, también en el más cotidiano. Las ruinas recientes de Casa Rafita, tan próxima a la Taberna Ánima, cerrada a cal y canto, pero cuyo nombre acaba de aparecer encabezando el hit-parade de los montaditos en una página publicada por Pepe Monforte en este periódico.Las ciudades, lo que no está en el PGOU. Ese universo que tan bien y también conoce Francisco

Barrionuevo, arquitecto y poeta que también fue concejal. Ha habido éxito de crítica y público. Ni un solo asiento libre. Entre visillos, como la novela de Carmen Martín Gaite que cita Mercedes de Pablos, esperan los aperitivos, la pitanza que complementa este puente aéreo y literario entre Sevilla, Madrid y Londres. Stella es el nombre de la madre del escritor y de la popular cerveza de Egipto. El repertorio de la taberna del tirolés Peter Mair es muy amplio. Alguien escucha la presentación, con incursiones en las ciudades de Borges y de Cortázar, en las músicas, en las pinturas, dando cuenta de una Sagres.

Juan Gallego Benot confunde los nombres de los amigos y los rostros de sus familiares, una legión de parientes, pero su estilo es inconfundible. Y es cierto: cuando uno llega al final del libro, tiene ganas de volver a subirse en el Metro de Londres para viajar en pregones protestantes por un cuadro de Turner.

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