María josé andrade alonso

Los últimos de la antigua Plaza del Pan

Aún recuerdo cuando de pequeña, acompañaba a mi padre a arreglar los paraguas que se rompían a la Plaza del Pan. Era un espacio pequeño, casi mínimo. Un sitio de cuyo techo colgaban cientos, de distintos tamaños, y que conferían al habitáculo un aire de cueva.

Gracias a mi imaginación infantil, el señor que la regentaba me parecía una especie de mago cuando al hacer la entrega, realizaba la demostración como si fuera un espectáculo circense. Abría el paraguas, le daba vueltas hacia la izquierda y hacia la derecha, lo cerraba y abría, una y otra vez y se dirigía a mi padre con un ceremonial: “Aquí lo tiene, como nuevo y sin necesidad de comprar uno”.

Un día desapareció. La gente ya no tenía necesidad de arreglarlo porque su precio se reducía, al igual que la calidad. Y de la misma manera que aquel lugar dejó de existir, otros muchos también dejaron de ocupar uno de los enclaves con más solera de la ciudad. Estamos hablando de época de oficios. Años en los que los minúsculos soportales que incluso poblaron la mente del gran Miguel de Cervantes y donde Rinconete y Cortadillo, protagonizaron “Uno de los más donosos episodios de la novela ejemplar”, cambiaban de titularidad, pero manteniendo el espíritu del momento.

Poco o nada queda de aquella fotografía de una plaza que ahora está, cómo no, al servicio del turista. Un turista que viene, se pasea, mira, hace la consabida foto, come en cualquier banco, suelo o esquina y se marcha.

Pero nosotros, los sevillanos, nos quedamos.

Nos quedamos en una ciudad que está perdiendo su personalidad, su esencia, su verdad. Nos quedamos en una Sevilla vacía de contenido y en la que esta Plaza del Pan, puede servir como ejemplo y resumen de lo que está ocurriendo con nuestra casa.

Porque Sevilla, por si alguien no lo ha entendido bien es nuestra casa y que yo sepa, la casa, la de uno, es lo que, y por encima de todo, se debe cuidar.

Por la Plaza del Pan ha transcurrido el tiempo. Un tiempo en el que estos últimos años, la pérdida de identidad se ha ido acentuando de manera más evidente, por la pérdida también de los que le daban esa imagen que tan bien nos representaba.

Ahora la plaza está llena de mesas y sillas de bares, y los pequeños soportales de la trasera de la Iglesia del Salvador que guardaban como un tesoro lo que somos, ahora dan cobijo a un sinsentido de establecimientos que nada tienen que ver con el contexto ni el entorno; con cajero automático incluido y carteles que rompen con la estética que tendría que regir en la ciudad.

Pero todavía hay esperanza porque ahí sigue y continúa, desde 1870, la Joyería Bernal. Ellos son los últimos de la Plaza del Pan. Contra viento y marea resisten para pasar el testigo de padres a hijos.

Recuerdan el pasado y se saben la historia al dedillo. Siguen colocando el escaparate con esmero y delicadeza y con los artículos que los hicieron conocidos, e intentan adaptarse a esto que muchos dicen que son, “tiempos modernos”.

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