Adanistas de mercado

Adanistas de mercado

Si de algo adolece esta sociedad de la información es de un ramplón adanismo. Disponemos de más información que nunca y no la usamos para formarnos confiando en que, por el simple hecho de estar ahí, la conocemos. Igual ocurría con las bibliotecas; si no entrabas y leías un libro, resultaba indiferente que el saber estuviera en sus anaqueles. Como escribió Churchill “cuanto más atrás miramos, más lejos podemos ver”. Y sin embargo, parece que el mundo empezó ayer y que hemos pasado de la Edad de Piedra a la de Internet gracias a una epifánico milagro.

El desarrollo tecnológico ha revolucionado los mercados pero lo que es evidente para cualquiera que haya leído algo de historia económica es que, conceptualmente, ha aportado pocas novedades. Desde que en 1835 se fundara la Agencia Havas que está considerada como la primera empresa del mundo dedicada a distribuir noticias a la prensa, la información ha fluido de un modo desconocido hasta entonces. Aunque rumores y noticias han influido de siempre en los mercados. Una de las primeras frases que aprende un inversor en Bolsa es “compra con el rumor y vende con la noticia”. Después, el telégrafo, el teléfono, la radio, la televisión, la telefonía móvil o internet redujeron los tiempos hasta que la unidad de respuesta de los mercados pasó a ser el instante.

También es innegable que la informatización ha sido la gran responsable de globalizar los mercados y permitir que las operaciones bancarias o financieras hayan llegado hasta el último rincón del mundo. Y sobre todo que el peso de la gestión administrativa esté reducido al mínimo centrándose los esfuerzos de las compañías financieras en comercializar sus productos.

Pero pretender que los mercados casi no existían hasta anteayer o que las operaciones sobre materias primas, opciones, futuros y demás transacciones al alcance de todos gracias a internet son algo moderno dice mucho sobre el inmenso desconocimiento de la historia de las instituciones económicas y de los contratos financieros. Es muy difícil medir los miedos y euforias de los inversores; casi imposible adivinar el comportamiento de millones de personas a quienes mueve la avaricia, la codicia o el egoísmo igual que el desprendimiento, la generosidad o la solidaridad. Defectos y virtudes que ejercitan cuándo, dónde y cómo gustan sin que además reaccionen del mismo modo a idénticos estímulos. Por eso es tan importante dar un toque humanista al estudio de las disciplinas relacionadas con la economía, la empresa o las finanzas. La predictibilidad de los resultados en las ciencias sociales no disfruta de la misma probabilidad de éxito que en otras ramas del estudio científico.

Por eso es más sencillo comprender una institución desarrollada durante siglos si conocemos que necesidad cubrió o que problema solventó al crearse; cuánto tuvo de genialidad y cuánto de chapuza. ¿Quién iba a decirle a Mr. McNamara, aquella noche de 1949 en que olvidó la cartera en casa que la vergüenza que sufrió en un restaurante neoyorquino en el momento ir a pagar, iba a dar lugar a la creación de la tarjeta de crédito?

¿Cuántos operadores desconocen que las complejas operaciones que cierran a diario, especulando sobre materias primas y cuyo funcionamiento tanto les costó aprender en la Facultad eran muy habituales en la Bolsa de Ámsterdam en el siglo XVII? A veces me pregunto si se habrán parado a pensar que fue la inseguridad de los caminos lo que indujo a los mercaderes italianos a desarrollar lo que hoy conocemos como Letra de Cambio, o si sabrán que el pagaré aparece en El Mercader de Venecia que Shakespeare estrenó en 1600. O que existían precedentes como los Vales con los que el Conde de Tendilla pagó a sus soldados en el sitio de Alhama, durante la guerra de Granada que eran promesas de pago contra su patrimonio y que se usaron como billetes. En 1661 el Banco de Estocolmo, sucursal del Wisselbank de Ámsterdam, ya giraba cheques. Y esa técnica de entregar a acreedores o depositantes promesas de pago con posibilidad de movilizar fondos dio lugar a los billetes de banco. Un concepto que pasó a Inglaterra donde los orfebres introdujeron la práctica de entregar a sus clientes goldsmiths’ notes o billetes al portador.

Habría que recordar cómo en las ferias medievales se realizaban compensaciones documentales, que los romanos conocían el concepto de sociedad o que la banca estaba desarrollada en Babilonia como demuestran sus tablillas de barro o el Código de Hammurabi (s. XVIII a.C.) que regula los préstamos con interés, fueran de metales preciosos o de grano.

No diré que he visto atacar naves en llamas más allá de Orión, pero parafraseando a Roy Batty –el replicante de Blade Runner– sí puedo asegurar haber visto expresiones de perplejidad entre formados financieros al comentar que el British Museum expone una tablilla con un contrato de préstamo de plata datado en el 1745 a.C. o que el romano monte Testaccio es una colina artificial construida con los restos de millones de ánforas de aceite procedentes mayoritariamente de la Bética porque era más económico destruirlas que lavarlas y devolverlas.

Lo que sí me gustaría es que a diferencia de lo vivido por el replicante todos esos momentos no se pierdan en el tiempo… como lágrimas en la lluvia.

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